20/08/2020

“Recuerdos de una habitación blanca”, de Sara Torres Fernández, és una de les històries participants de la I Edició del Concurs de Narrativa Accessible Hort d’en Queni. 

Una història sobre les petites coincidències que poden iluminar-te el dia.

Se despertó sudorosa, fría y temblando. En esos pequeños segundos en los cuales abrió los ojos, no fue capaz de reconocer donde estaba. El sentimiento de miedo la invadió, junto con un pitido insoportable cerca de su oído derecho.

Otra vez calma.

Era consciente de que su cuerpo no reaccionaba a sus suplicas de moverse, pero tampoco le importaba, ya no sentía ese dolor desgarrando lo que quedaba de su débil cuerpo.

Poco a poco la luz se fue colando a través de sus tupidas pestañas pelirrojas, hasta sus pupilas de color marrón. En épocas anteriores era considerada hija del diablo, ahora era una pobre muchacha postrada a una cama de hospital.

Y volvió a ser consciente.

Lo primero que sintió fueron los dedos de sus manos moverse a su orden, luego fue el control de la respiración, y entre todos ellos, María, empezó a abrir esos ojos color tierra para encontrarse con cuatro paredes blancas de cara.

Ya sabía donde estaba.

El pitido se le hizo familiar, igual que ese olor tan característico a limpio, a una mezcla de los diferentes productos de limpieza que utilizan.

Se centró en recuperar el control de las extremidades, viendo en primer lugar los cables que conectaban sus delgados brazos con el aparato que emitía el sonido.

– Aún sigo viva. – pensó.

Ni ella misma sabía si se alegraba o no. Era la quinta intervención quirúrgica, y esta, le había parecido la más dolorosa de todas porque apareció como un puñal frío amedianoche para clavarsele por la espalda, sin previo aviso.

Cada cinco horas, y si se acordaba, pasaba una enfermera de aire gracioso, se notaba que no era autóctona de Barcelona. Margarita se llamaba, dotada de unos ojos negros como el carbón, una melena rizada dominada por fuerzas mayores, una cara de mejillas rechonchas pero de nariz fina, junto con su piel morena con olor a mar. Siempre saludaba a la pobre María con una sonrisa en su rostro, y ella se lo agradecía.

De vez en cuando, si Margarita se levantaba de buen humor, le explicaba anécdotas de su tierra Cuba, mientras le cambiaba las dosis de suero y antibióticos a María. Ella, en cambio, se dormía haciendo un esfuerzo inmenso por saber el final de aquellas historias que le explicaba la única persona, que a parecer de María, se preocupaba por ella.

Una mañana, María se despertó con el susurro de múltiples pasos corriendo por los pasillos, ese día el hospital estaba alborotado, iba tarde.

Lo que ella no sabía, es que ese alboroto era provocado por otra muchacha de cabellos como el oro y mirada profunda, cuya existencia era crucial para el futuro venidero de María.

Muchos de ellos la recuerdan por su sonrisa, cautivadora y sincera, otros la recuerdan por su nombre, Olvido.

Olvido era una muchacha sorda. Su infancia se puede explicar en tres palabras, soledad y incomprensión acompañada de la inevitables frustración.

Y como comprenderéis, con sus 21 años, poder empezar a trabajar era un nuevo mundo lleno de posibilidades y estímulos que Olvido desconocía.

El Hospital de San Juan de Dios la acogió con ilusión, hacía poco había entrado hospitalizada una menor sorda, así que necesitaban de la figura de Olvido, aunque solo fuera para hacerle compañía.

Esa misma mañana, cuando Olvido acomodó sus pertinencias en su respectiva taquilla, se dispuso a saber quién era esa menor. Estaba nerviosa, lo sabía por su imperceptible temblor en las manos y como carraspeaba cada treinta segundos.

Lamentablemente, Olvido no llegó a la habitación de la paciente. Se perdió al girar a la derecha en la tercera intersección de los eternos pasillos.

– “Es un laberinto de puertas y pasillos” – pensó indignada al saber que estaba perdida.

A partir de ahí, empezó a deambular sin lógica alguna, esperando encontrarse con algún compañero que pudiera ubicarla. Cuando Olvido giró por séptima vez en uno de los muchos pasillos, deslumbró a lo lejos la luz que se escapaba a través de una puerta entreabierta.

– “Puede que allí encuentre a alguien” – volvieron los nervios, ¿Cómo se iban a comunicar?

Llamó a la puerta con los nudillos de su mano derecha y entró sin esperar respuesta, de todos modos no iba a escucharla.

– Menos mal Margarita, el suero hace hora y media que se ha agotado. – pero María no recibió respuesta de vuelta.

Sinó que observó a una figura mucho más delgada que Margarita y qué, con gracia entró a la habitación.

María esperó a que dijera algo. Olvido simplemente la miró a los ojos y sonrió, se quedó allí, en la puerta, con la incertidumbre de María recorriendo su cuerpo.

Al cabo de dos minutos, tal vez más, Olvido se dirigió a las grandes ventanas para abrir una de ellas, y cogió una bocanada de aire. Seguidamente cogió unas hojas de la mesa de María, sin su permiso, junto con un bolígrafo.

Así fue como Olvido descubrió de la existencia de María, y cómo llegar a la habitación 221 de su menor sorda. María por su parte, quedó cautivada por aquella sonrisa, por cómo la miraba sin pena a los ojos, de cómo su risa parecía de otro planeta, pero ante todo, porque en ningún momento la juzgaba, la hacía sentir viva. La misma sensación cuando en el mes de mayo decides hacer una visita al mar para mojar los pies, esa sensación de frescor, de alegría hacía un verano que ya se podía saborear, esa sensación fue con la que María etiquetó a Olvido.